Hace más de treinta años que Fernando Álamo tiene a la pintura por oficio. Siempre ha vivido en las Islas Canarias y expone con regularidad en la Galería Estampa de Madrid. Residencia periférica que no le ha impedido una estrecha relación con la creación artística contemporánea. Viajes y exposiciones lo han llevado de Jerusalén a Nueva York, de Munich a Dakar, o Málaga, donde acaba de mostrar sus últimas pinturas.
En su juventud padece el horror del franquismo y pinta con rebeldía y angustia. Después celebró a Duchamp y el arte experimental. Cuando llega la democracia su pintura se abre al placer, la voluptuosidad y al narcisismo como exploración de la identidad. Después añade a su poética el vértigo del surrealismo y la hace crecer con humor e ironía. Las imágenes son más nítidas, se clavan con facilidad en la mente del espectador. Los humanos se extinguen, llegan los animales y las plantas, que sobreviven en esta última etapa.
En estos tiempos donde en el arte lo gratuito es contumaz, siguen habiendo grandes artistas que nunca mienten ni ocultan su vulnerabilidad. Como la pintura de Fernando Álamo, potente en la expresión y con la sensibilidad en flor; sofisticada y accesible; precisa y dejando abierto el placer de adivinar. Una reflexión obstinada sobre la dualidad del ser: el dibujo y la mancha de color, la ebriedad y la razón, la sexualidad cruda y el pudor.
Formas del deseo, las flores de Álamo seducen con arbitrariedad, hedonismo libertario y belleza convulsiva. La disposición espacial oscila del fragor de la neofiguración a una rotunda claridad compositiva, inferible de un estudio sagaz de la abstracción y el arte oriental.
Carlos Díaz Bertrana